Una experiencia de vida.
Cuando se viaja a Cuba por primera vez, uno no puede abstraerse de la idea preconcebida que le acompaña de las informaciones que durante tantos años retenemos en nuestro imaginario. Referente político para muchos, dictadura comunista para otros, lo cierto es que viajar a Cuba no deja indiferente a nadie. Lo que todos estaremos de acuerdo y el motivo principal del viaje – o excusa- es que Cuba es sin lugar a dudas, el paraíso del puro.
Una vez aterrizados a La Habana, nuestra voluntad es dirigimos hacia la parte norte de la isla –la parte occidental de Pinar del Rio y valle de Viñales– para conocer de primera mano la legendaria producción de puros habanos que nutren de producto las cavas de nuestros estancos. No solo nos mueve el interés de la recogida, recolección, selección de la hoja, secado y producción del puro, si no, todo lo que rodea al afamado producto.
Nada más poner un pie en la isla, nos damos cuenta como una bofetada de realidad, que hemos llegado un mundo que nada tiene que ver con el nuestro. Sencillez y sobriedad quedan invisibles ante la acogida y amabilidad de su gente. Carreteras sin manteniendo ninguno desde Dios sabe cuándo, coches de los años 50 remendados una y otra vez, y un calor sofocante que nos acompañará por toda la isla. Alquilar un coche es una odisea. No hay prácticamente coches en Cuba. El único vendedor de coches es el estado, y los precios multiplican x 5 el valor del mismo coche de cualquier país occidental. Sorprendente, ¿no? No somos capaces de entender a quién beneficia que el estado cubano sea el único vendedor de coches del país. Y aún menos, su precio, que imposibilita la compra por parte de los ciudadanos locales de esos bienes. Conocedores de antemano de la problemática de la escasez de vehículos, reservamos con mucha antelación su alquiler para asegurarnos que seríamos capaces de llegar a nuestro destino. Una berlina de fabricación china marca JEELY, desconocido en Europa, nos ha de transportar hasta el norte de la isla.
Viajar por una carretera en Cuba es una odisea. El transporte nacional es el caballo. La llamada “autopista” que cruza de oriente a occidente la isla, no pasa de ser una carretera ancha, bacheada, plagada de gente bajo los puentes que la cruzan, para protegerse del implacable sol caribeño, a la espera que alguna alma caritativa se apiade de ellos, los recoja y los acompañe un tramo de su ajetreado viaje. Los pocos camiones que circulan no llevan mercancías, sino personas. No hay apenas tráfico de mercancías, porque apenas hay mercancías que transportar. Carromatos de caballos, coches de película de los años 50 – almendrones, en habla cubana- , algún autocar de línea de fabricación china, como no, es lo único que vamos a ver en todo nuestro viaje hacia Pinar del Rio, objetivo de nuestro viaje.
Pinar del Río es la capital de la provincia del mismo nombre más occidental del archipiélago cubano. Es el lugar donde se encuentra el campo más fértil de la isla y donde se cultiva el mejor tabaco del mundo. No solo para tabaco tiene valor esta tierra, sino también para la caña de azúcar, aguacates, plátanos, mangos, y también café. El café criollo cubano. Un café que crece a la sombra de aguacates y mangos, generando una simbiosis de cultivo que enriquece aún más la tierra y sus frutos. Ese es el gen que marca del carácter cubano. Cuando uno tiene de todo, no necesita de nadie más para poder vivir, pero cuando uno carece de muchas cosas, necesita de otros para sobrevivir y dar su mejor versión. Seguramente por necesidad o por carácter, se genera un conglomerado de ayudas, un tejido firme y poderoso. Todos necesitan de todos como el café criollo necesita de otros cultivos para vivir a su sombra y dar su mejor fruto. Los mogotes anuncian la llegada al Valle de Viñales. Unas formaciones de pequeñas montañas de forma redondeada únicas en el mundo.
La prisa para un cubano es un concepto poco útil. Más si tenemos en cuenta que aquí hay colas para todo. Están acostumbrados y se lo toman con calma.
Todo estanquero debería venir al menos alguna vez a estos valles, cuna del tabaco, con el fin de dar valor al producto que estamos vendiendo en nuestros establecimientos. Es un auténtico viaje al pasado. Va más allá de un producto de consumo, es cultura, casi (o sin el casi) una religión. Llegar hasta este lugar puede ser una odisea, pero para cualquier persona del primer mundo, y más si nos dedicamos a la venta de las labores que derivan de él, es dar sentido a nuestros productos, que una vez empaquetados pierden seguramente toda la frescura que en su entorno transmite.
El puro Habano, un pedazo de historia en nuestras manos
Fue en Cuba, donde la expedición española comandada por Cristóbal Colón vió por primera vez el tabaco en 1.492. Los pobladores de entonces, los indios Tainos, enrollaban y prendían unas hojas llamadas por ellos cohíbas – ¿os suena?- en un rito o ceremonia entonces misteriosa. Desde ese descubrimiento, hace ya más de 500 años, el tabaco ha sido plantado y elaborado por todo el mundo con la voluntad de replicar la producción de tabaco. Las condiciones de suelo, clima, las variedades de tabaco negro cubano y el buen hacer de vegueros – agricultores de tabaco cubanos – y torcedores – artesanos que manualmente confeccionan los puros-, los hacen únicos en el mundo.
[ads1]Hemos visto en numerosas ocasiones a un torcedor o torcedora enrollando unas hojas de tabaco sentado en una mesa de trabajo. Un trabajo aprendido a base de horas y horas de manejo de herramientas básicas con una destreza que da la sensación que son prolongaciones de sus propias manos. Un trabajo artesanal que posiblemente solo se mantenga dada la peculiaridad del país donde nos encontramos. La confección de un puro habano es de una minuciosidad y un cuidado que uno no imagina. Se necesitan seis tipos de hojas de tabaco distintas para confeccionar un puro habano. Cada tipo de hoja que será cultivada especialmente y utilizada para ese fin. Cuatro son para dar sabor al puro, una para darle estructura y otra para darle el acabado final.